Dirigíamos un centro de curación, un jardín para que la gente viniera y descansara de sus luchas. Cuando finalmente se disolvió, me hirieron. Habiendo sido una vez el sanador, tenía demasiado miedo de pedir ayuda. Donde vivíamos en las montañas, la gente a menudo exclamaba lo afortunado que era de vivir en un paraíso así, uno que, para mí, llevaba el fantasma de un ideal roto. Se convirtió en una cueva de culpa y vergüenza. Natsuko y los animales, el pequeño rayo de luz que brillaba a través de las grietas de mi depresión, eran emblemáticos de la libertad que anhelaba. A través de ellos podría cavar mi camino y reencontrarme con la belleza de lo que realmente somos en este mundo. Podría encontrar mi papel de nuevo.