El vacío me envuelve y me come el vientre. A través del cristal transparente de la ventanilla del coche, todo es gris: descenso lento a un núcleo celular cálido y acre, la memoria desvaneciéndose a través de imágenes dispersas cuya lógica está tan atomizada como los territorios que atravieso. El método, por tomar la forma de un diario cuya estructura es premeditada para desafiar sus propias reglas, termina dependiendo de resurgimientos que alteran el espacio físico de la zona de exclusión. Me dejo llevar por mis propios movimientos del miedo a la quietud, sabiendo que cada gesto traza un camino imposible de seguir. Las casas abandonadas se enfrentan al mar y al viento en el paisaje contaminado del desierto. Estando allí, respirando aire frío, los recuerdos de un mundo exterior se disolvieron lentamente en la nítida realidad del aburrimiento. Los fantasmas son como dioses desaparecidos de un mundo extinto. No hay compañía sino el miedo, no hay jerarquía en el horror, sino el proceso invisible de alteración. Los hechos cumplen promesas amenazantes, articulan un viaje físico y mental que integra las inconsistencias y aberraciones del azar: un paso hacia la lenta agonía de la conciencia, territorio oscuro donde verbo y materia se mezclan en formas recurrentes. Cada estructura es como un oscuro presagio, una señal de desastres por venir, un enigma sin resolver sin pasado ni futuro. La vida se desvanece y no deja espacio para la voluntad. Los sentidos se desmoronan y se rompen en la ruina mental. Lenguaje último posible, secuencia obsesiva, inventario maníaco, registro distorsionado de itinerarios vanos, erosión de toda pretensión de razón. Bajo la Luna, el polvo devora esperanzas olvidadas, la vida se reduce a estadísticas, pequeñas figuras tiesas se enfrentan al vacío, armadas sólo con la ignorancia. Sombras de muerte tragadas por el alba, moho por doquier, una boca esboza un abrazo suave, en una búsqueda frenética de un pasado ya perdido. Una sensación pura de caos, una mezcla obscena de física y éxtasis, una visión de fuerzas desatadas que aplastan a la civilización en una masa de escombros y mentiras mortales. El silencio no tiene sentido, el instinto insufla vida a la quietud de un pueblo sobreviviente, la humanidad insiste en existir. El principio subyacente de ese frágil movimiento es el deseo roto de quien huye hasta donde las fuerzas se lo permiten. Mientras los muertos saben en sus carnes hasta dónde se extiende el infierno.
Fukushima - Antoine d'Agata
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